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32

La sangrienta victoria de los Corleone no fue completa hasta despu'es de un a~no de delicadas maniobras pol'iticas, que entronizaron a Michael como jefe de la m'as poderosa de las Familias de Estados Unidos. Durante doce meses, Michael dividi'o su tiempo en partes iguales entre su cuartel general de Long Beach y su nuevo hogar de Las Vegas. Pero terminado el a~no, decidi'o abandonar todos sus negocios de Nueva York y vender la finca, no sin antes llevar a su familia al Este para una 'ultima visita.


La estancia dur'o un mes, que fue aprovechado para clausurar los negocios, mientras Kay se ocupaba de todo lo concerniente al traslado de los enseres de la casa.


La familia Corleone era, al fin, todopoderosa. Clemenza ten'ia su propia Familia. Rocco Lampone era el _caporegime_ de los Corleone. En Nevada, Albert Neri era jefe de seguridad de todos los hoteles controlados por los Corleone. Tambi'en Hagen formaba parte de la Familia de Michael en el Oeste.


El tiempo ayud'o a cicatrizar las viejas heridas. Connie Corleone se reconcili'o con Michael. En realidad, una semana despu'es de las terribles acusaciones formuladas contra 'este, le pidi'o perd'on, y asegur'o a Kay que nada de lo que hab'ia dicho era verdad, que todo hab'ia sido producto de la histeria.


Connie Corleone no tuvo dificultades para encontrar un nuevo marido; de hecho, no tard'o ni un a~no en volver a llenar su cama con un joven que hab'ia sido empleado por los Corleone en calidad de secretario. Era un muchacho de una familia italiana muy formal, que se hab'ia graduado en la mejor facultad de Administraci'on de Empresas del pa'is. Naturalmente, el casamiento con la hermana del Don hab'ia servido para asegurar su futuro.


Kay Adams Corleone hab'ia complacido a la familia de su marido convirti'endose a la fe cat'olica. Sus dos hijos, como es l'ogico, hicieron lo propio. Michael no se mostr'o muy de acuerdo al respecto. Habr'ia preferido que su esposa y sus hijos siguieran siendo protestantes, pues era m'as americano.


Kay se sorprendi'o al observar que le gustaba vivir en Nevada. Le gustaban el paisaje, las colinas y los ca~nones de piedra roja, los ardientes desiertos, los inesperados lagos e incluso el calor. Sus dos hijos montaban sus propios caballos. Adem'as, all'i ten'ia verdaderos sirvientes, no guardaespaldas. Y Michael llevaba una vida m'as normal. Era due~no de una empresa de construcci'on, socio de una serie de clubs de hombres de negocios y formaba parte de diversos comit'es c'ivicos; tambi'en se interesaba por la polic'ia local, aunque no interven'ia p'ublicamente.


Aqu'ella era una buena vida. A Kay le gustaba que los Corleone hubieran cerrado su casa de Nueva York, y no deseaba otra cosa que vivir permanentemente en Las Vegas. Odiaba la mera idea de tener que regresar a Nueva York. Por eso, en aquel 'ultimo viaje hab'ia hecho las maletas con eficiencia y rapidez extraordinarias. Y ahora, en el 'ultimo d'ia, sent'ia la misma necesidad de partir que un paciente que ha pasado una larga temporada en el hospital cuando llega el momento de darle de alta.


Aquel 'ultimo d'ia en Nueva York, Kay Adams Corleone se levant'o al alba. Pod'ia o'ir el ruido de los camiones que, ya fuera de la finca, se llevaban los muebles de todas las casas. Por la tarde, todos, incluida Mam'a Corleone, regresar'ian en avi'on a Las Vegas. o Cuando Kay sali'o del cuarto de ba~no, encontr'o a Michael sentado en la cama fumando un cigarrillo.


– ?A santo de qu'e tienes que ir a la iglesia todas las ma~nanas? -le pregunt'o-. No me importa que vayas los domingos, pero ?por qu'e incluso los d'ias laborables?


Kay se sent'o en el borde de la cama para ponerse las medias, y repuso:


– Ya sabes c'omo son los cat'olicos conversos. Se lo toman mucho m'as en serio.


Michael tendi'o el brazo hasta tocar los muslos de su esposa, m'as arriba de donde terminaban las medias.


– No me toques, Michael. Esta ma~nana voy a tomar la comuni'on.


Michael hizo caso y no trat'o de retenerla cuando se puso en pie. Esbozando una sonrisa, le dijo:


– Si eres una cat'olica tan perfecta ?por qu'e dejas que los ni~nos vayan tan poco a la iglesia?


Kay se sent'ia molesta. Su marido la estaba juzgando como har'ia un Don.


– Tendr'an tiempo de sobra cuando lleguemos a casa -respondi'o-. En Las Vegas los obligar'e a ir m'as a menudo.


Antes de salir, Kay dio un beso a su marido. Fuera, el sol ya calentaba bastante. Kay se dirigi'o hacia su coche, aparcado cerca de la puerta de la finca. Mam'a Corleone, vestida completamente de negro, ya estaba dentro del autom'ovil, esperando a su nuera. Para ellas, la asistencia diaria a la iglesia se hab'ia convertido en una rutina.


Kay bes'o la arrugada mejilla de la anciana y luego se acomod'o en el interior del veh'iculo. Mam'a Corleone le pregunt'o:


– ?Has desayunado?


– No -contest'o Kay.


La anciana inclin'o la cabeza en se~nal de aprobaci'on. En una ocasi'on Kay se hab'ia olvidado de no tomar alimentos antes de recibir la comuni'on. De eso hac'ia mucho tiempo, pero Mam'a Corleone nunca lo hab'ia olvidado; por eso no se fiaba, siempre interrogaba a su nuera.


– ?Te sientes bien? -quiso saber.


– S'i -repuso Kay.


Aquella ma~nana soleada la peque~na iglesia estaba pr'acticamente vac'ia. Las policromadas vidrieras evitaban que el calor entrara en el templo, donde la temperatura deb'ia ser agradable, como correspond'ia a un lugar de descanso y recogimiento. Kay ayud'o a su suegra a subir las escaleras, y al entrar le cedi'o el paso. La anciana siempre se sentaba en uno de los bancos delanteros, cerca del altar. Kay dud'o antes de entrar. Siempre le ocurr'ia lo mismo, ten'ia que vencer una leve timidez. Finalmente, se decidi'o. Moj'o la punta de sus dedos en la pila del agua bendita e hizo la se~nal de la cruz. Alrededor de las im'agenes de los santos y del Cristo en la cruz brillaba, temblorosa, la luz de las velas. Antes de sentarse, Kay se arrodill'o, y lo mismo hizo antes de tomar la comuni'on. Despu'es, inclin'o la cabeza como si estuviera orando. Pero su estado de 'animo no era el m'as apropiado para hacerlo.


Era 'unicamente en la oscura y abovedada iglesia donde Kay se permit'ia pensar en la otra vida de su marido, en la terrible noche de un a~no atr'as, cuando Michael emple'o todos sus recursos para hacerle creer que no hab'ia matado al marido de su hermana, lo que era mentira.


Y era precisamente por haberle mentido por lo que Kay lo hab'ia abandonado. En efecto, el d'ia siguiente a aquella horrible noche, Kay, acompa~nada de sus hijos, se hab'ia ido a New Hampshire, a casa de sus padres. Sin decir una palabra a nadie, sin darse del todo cuenta de lo que hac'ia. Michael lo hab'ia comprendido de inmediato, y la llam'o por tel'efono. Pero luego ya no intent'o ponerse en contacto con ella. Finalmente, al cabo de una semana, un autom'ovil procedente de Nueva York se detuvo frente a la casa de los padres de Kay. En el coche iba Tom Hagen.


La tarde que pas'o con Tom fue para ella la m'as espantosa de su vida. El la hab'ia llevado a pasear por el bosque, y no se hab'ia mostrado precisamente gentil.


Kay cometi'o el error de mostrarse indiferente, algo para lo que no estaba preparada.


– ?Mike te ha enviado para que me amenaces? -pregunt'o cuando lo tuvo delante-. Ya s'olo faltaba que te hubieras hecho acompa~nar por algunos matones y me hubieses obligado a regresar a punta de metralleta. Por vez primera desde que lo conoc'ia, vio a un Hagen irritado.


– 'Esa es la tonter'ia m'as grande que he o'ido jam'as -replic'o secamente-. Nunca lo hubiera esperado de una mujer como t'u, Kay. Ven conmigo.


– Muy bien, Tom.


Mientras paseaban por el bosque, 'el le pregunt'o:


– ?Por qu'e te marchaste?


– Porque Michael me minti'o. Porque me puso en rid'iculo al aceptar ser padrino del hijo de Connie. Porque me traicion'o. No puedo amar a un hombre as'i. No puedo vivir con 'el. No puedo permitirle ser el padre de mis hijos.


– No s'e de qu'e est'as hablando -se limit'o a decir Hagen.


Con el rostro encendido por la rabia, una rabia completamente justificada por lo dem'as, Kay repuso:


– Hablo de que asesin'o al marido de su hermana. ?Lo comprendes? -Despu'es de una breve pausa, a~nadi'o-: Y adem'as, me minti'o.


Siguieron andando, pero ahora en silencio. Fue Hagen quien rompi'o aquel embarazoso silencio.


– No tienes pruebas de que lo que aseguras sea verdad -dijo Hagen al fin-. Pero, y s'olo para evitar discusiones, supongamos que s'i, que es cierto. No digo que lo sea ?eh?; recu'erdalo. ?Y si te explico algo que justificar'ia su modo de actuar?


Kay le dirigi'o una mirada de desd'en y dijo:


– Es la primera vez que veo al abogado que hay en ti, Tom. Y no me convences. Hagen sonri'o.


– De acuerdo. De todos modos, te ruego que me escuches. ?Qu'e dir'ias si supieras que Carlo fue el cebo en el que pic'o Sonny? ?Qu'e dir'ias si supieras que la paliza que Carlo le propin'o a Connie fue una comedia ideada para hacer salir a Sonny de su casa? Y ?qu'e dir'ias si supieras que Carlo recibi'o dinero por colaborar en el asesinato de Sonny?


Kay no respondi'o. Hagen prosigui'o:


– ?Qu'e dir'ias si supieras que el Don, un gran hombre, no tuvo el valor suficiente para vengar la muerte de su hijo, matando al marido de su hija? En fin ?qu'e dir'ias si supieras que el viejo Don prefiri'o que fuera Michael quien cargara con la culpa de la muerte de Carlo?


Con l'agrimas en los ojos, Kay musit'o:


– Todo hab'ia quedado atr'as. Todos 'eramos felices. ?Por qu'e no perdonar a Carlo? ?Es tan dif'icil olvidar?


Hab'ian llegado a un frondoso 'arbol. Hagen se sent'o a la sombra, sobre la hierba. Mir'o alrededor, suspir'o y dijo:


– En nuestro mundo no hay lugar para el perd'on.


– Si lo fuera, estar'ia muerto -repuso Hagen entre risas-. En este momento ser'ias viuda. No tendr'ias estos problemas que tienes ahora.


– ?Qu'e diablos significa eso? -inquiri'o Kay, furiosa-. Vamos, Tom, habla claro una vez en tu vida. S'e que Michael no puede hacerlo, pero t'u no eres siciliano, t'u puedes decirme la verdad, puedes tratar a una mujer de igual a igual, como a un ser humano.


Tras otro largo silencio, Hagen sacudi'o la cabeza y dijo:


– No conoces a Mike. Est'as enojada porque te minti'o. Bien, recuerda que te dijo que no le preguntases nada relacionado con sus negocios. Te indigna que aceptara ser padrino del hijo de Carlo. Pero t'u lo obligaste a ello. Sin embargo, fue lo mejor que pod'ia hacer, si pensaba actuar despu'es contra Carlo: el cl'asico truco de ganarse la confianza de la v'ictima. ?Te basta con lo que te he dicho?


Kay neg'o con la cabeza.


– Te dir'e algo m'as -prosigui'o Hagen-. Despu'es de la muerte del Don, alguien plane'o asesinar a Michael. ?Sabes qui'en fue? Tessio. En consecuencia, Tessio tuvo que ser eliminado. Carlo tuvo que ser eliminado tambi'en. Y es que no debe haber clemencia para los traidores. Michael pudo haberlos perdonado, pero ellos nunca se habr'ian perdonado a s'i mismos, por lo que siempre hubieran constituido un peligro. Michael apreciaba mucho a Tessio. Y quiere a su hermana. Pero, si hubiese dejado que Tessio y Carlo viviesen habr'ia faltado a sus deberes para contigo y tus hijos, a sus deberes para con su familia, a sus deberes para conmigo y los m'ios. Habr'ia sido un peligro permanente para la vida de todos nosotros.


– ?Es para decirme eso que Michael te ha enviado a verme? -pregunt'o Kay con l'agrimas en los ojos.


Hagen la mir'o, con expresi'on de sorpresa, y respondi'o:


– No. 'El me dijo que te explicara que pod'ias hacer lo que quisieras y que nada te faltar'ia, siempre que te ocuparas debidamente de los ni~nos. Me pidi'o que te dijera que t'u eres su Don. Bueno, eso es una broma.


Kay puso la mano sobre el brazo de Hagen y dijo:


– As'i, pues ?pretendes dar a entender que Mike no te orden'o que me dijeras nada de lo que me has dicho?


Hagen dud'o por unos instantes, como si considerara la conveniencia o inconveniencia de confesarle a Kay la verdad desnuda.


– Ya veo que no comprendes, Kay -dijo por fin-. Si le cuentas a Michael lo que acabo de decirte, soy hombre muerto. T'u y los ni~nos sois los 'unicos seres a los que nunca podr'ia hacer da~no alguno.


Kay se levant'o y ech'o a andar. Hagen iba a su lado. Despu'es de cinco largos minutos de absoluto silencio, cuando estaban a punto de llegar a la casa, ella le pregunt'o:


– Despu'es de cenar ?podr'as llevarnos a los ni~nos y a m'i a Nueva York?


– 'Ese ha sido el motivo de mi viaje -repuso Hagen.


La campana de la iglesia tocaba a penitencia. Como le hab'ian ense~nado, Kay se golpe'o el pecho, en se~nal de arrepentimiento. La campana volvi'o a sonar, y entonces los fieles se levantaron de sus asientos, dirigi'endose a la barandilla del altar. Ella hizo lo mismo. Se arrodill'o delante del altar, y cuando la campana volvi'o a sonar, repiti'o, con la mano cerrada, el gesto de golpearse el pecho. El sacerdote estaba delante de ella. Kay ech'o la cabeza hacia atr'as y abri'o los labios para recibir la sagrada hostia. Fue el peor momento. Luego, cuando la sagrada forma se fundi'o en su boca, se sinti'o feliz de haber hecho aquello que deseaba de todo coraz'on.


Limpia su alma de pecado, Kay inclin'o la cabeza y junt'o las manos. Le dol'ian las rodillas. Elev'o el cuerpo, ayud'andose de los codos, para repartir un poco el peso. Entonces vaci'o su mente de todo pensamiento personal. Se olvid'o de s'i misma, de sus hijos, de su ira, de todos sus problemas. Y con un profundo deseo de creer, de ser escuchada, hizo lo que ven'ia haciendo todos los d'ias desde la muerte de Carlo Rizzi: orar por el alma de Michael Corleone, que tanto lo necesitaba.


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